Desde el presbiterio de la iglesia del pueblo
hasta la cama donde me paría mi madre,
todo anunciaba naufragio.
El niño viene mal,
la matrona que sin serlo y su receta
—«dadle coñac, le calmará el dolor»—
que casi ciega la puerta de la vida;
las vecinas en bandada
—«la madre ha muerto»—;
los gritos desgarradores de mi padre
—«que llamen al cura»—
y sus carreras de desesperación y llanto.
Mi naufragio comenzó la Nochebuena
de mi nacimiento. Aquel aire
traería tiempos sin espacio,
yo no era de aquellos montes.
Busqué de la Vega
mi voz entre sus caballones
y bajo aquel cielo purísimo
comencé a sentirme ajeno al tiempo.
Yo no sé por qué después de llegar,
recorrer, sentir y contemplar aquella tierra
encontré mi propia soledad. Mi vida ha sido
un réquiem de luz
y todos mis nombres fueron aire
y llegó el silencio.
Siempre el silencio.
El silencio.